Antes de la llegada de los barcos españoles nuestros
antepasados vivían también en estas tierras, se cobijaban bajo las sombras de
los árboles más antiguos que hoy aun permanecen de pie. Cuando el Gran
Ahuehuete Balamb era apenas un brote diminuto se rumoraba que en aquel valle se
encontraba la entrada hacia el Otro Mundo. Nadie sabía el lugar exacto donde se
encontraba, ya que los comerciantes de Akbal Siik siempre llegaban a nuestros
mercados en carrozas teñidas de color carmín con líneas ondulantes de esmeralda
antes del amanecer y partían cuando habían intercambiado todas las plantas y
semillas con las que cargaban por cacao,
tabaco, cannabis y pescado. Tu Gran tátara-tatarabuelo Iztatezcalt era un hombre
de unos diecinueve veranos que nunca se había enamorado, su madre Itzanami, era hechicera y mujer dotada. Estaba demasiada preocupada por su descendencia. Más su padre Atl,
el brujo y curandero de la región, era un hombre sabio que sabía esperar y no
tenía prisa por lo que consideraba, el fluir natural de las cosas. Una mañana los
mercaderes de Akbal Siik llegaron como lo hacían desde hace incontables lunas a
Tzotzil, comenzaron los trueques. Iztatezcatl partió de su hogar con algo de
cacao rumbo al mercado para conseguir florifundia, encargo de su padre. Sin
pensarlo mucho caminó directamente a la tienda de los Akbal, era común que
ellos tuvieran todas las plantas necesarias para los rituales de su padre, por
lo que ya eran bien conocidos. Comúnmente era un hombre de avanzada edad pero
en buena forma quien le atendía. Aquella vez, tuvo una extraña sorpresa al
encontrarse frente a una hermosa mujer de un cabello azulado oscuro al llegar.
Poseía unos enormes ojos felinos, café oscuro y enigmáticos
que hacían juego con su piel cobriza y brillante. No hay mucho que decir, se
enamoraron a primera vista. Su nombre era Zyanya. Hija de los mercaderes y
estaba al frente de la tienda ese día porque su padre había sido contagiado de
una extraña enfermedad donde en sus sueños una pequeña polilla negra con
manchas blancas se posaba en el interior
de su cuerpo y permanecía inmóvil, tranquila, a la espera de algo. Esto lo supo
por una pequeña plática con Zyanya, viendo una penetrante tristeza adueñarse de
sus ojos de cacao. Regresó con la flor para su padre con toda la velocidad que
sus piernas pudieron haber soportado, y contó a su padre lo sucedido. Una
sombra de angustia se apoderó del rostro de su padre al enterarse del sueño de
la polilla negra, pues esto significaba una muerte próxima, no había nada por
hacer. Los ruegos de su hijo conmovieron su corazón y tras mucho reflexionarlo
le dijo que la única manera de poder salvarlo era a través de una planta
legendaria de humo azul y sabor frío. Pero desde hacía mucho tiempo no se había
visto esa planta crecer en ningún sitio. Además el ritual necesario podía
contagiarle la enfermedad mortal al mínimo error de meditación o de preparación
de la pócima. Al amanecer del séptimo día, Iztatezcatl ya había aprendido la
preparación de la pócima y la realización del ritual correspondiente. Al llegar
con Zyanya su corazón se estremeció al verla derramar una lágrima. Le contó que
su padre no había parado de empeorar y su piel estaba tomando una tonalidad
negruzca que iba desde la planta de sus pies y cada día subía más sobre sus
piernas. Su dolor era insoportable. Le contó en ese momento que su padre podía
ser curado pero que era preciso
conseguir lo más pronto posible la planta de humo azul y sabor frío. Zyanya le
contó que cerca de su comunidad, existían las Cascadas de la Serpiente y que
dentro de ésta crecía una planta sagrada con dotes similares a los que
Iztatezcatl buscaba. Un rayo de esperanza vibró de sus ojos. Regresaron
corriendo a casa de su padre, pero este se encontraba en medio de una ceremonia
para aliviar la terrible aflicción de uno de los altos sacerdotes de Tulum. Atl
confiaba en la creciente sabiduría de su hijo y le dijo que estaba listo para
realizar el ritual pero que tuviera cuidado de mantener en todo momento su
mente tranquila, serena, tal como cuando dejamos de remover el agua de un
cenote para el secreto en su interior. Partieron ese mismo día, junto con otros
comerciantes rumbo a Akbal Siik, llevaba su tambor de cuerdas, un palo arqueado
y algunas plantas curativas dentro de la coraza de quirquincho que colgaba de
su cintura. Su viaje fue largo pero estaba acostumbrado a caminar en la selva.
Conoció sobre la familia de Zyanya, de su vida en la comunidad, de lo
herméticos que eran para con los extraños y que nunca solían llevar a fuereños
a su lugar de origen. Sólo en casos muy especiales, como este, donde una vida
estaba en peligro y el brujo del pueblo no podía con el mal que albergaba su
cuerpo se decidía permitir la entrada a la población.
Secretamente iba trazando un mapa cada vez que iba a orinar
y veía alguna señal significativa en la selva. Caminaron hasta el crepúsculo.
Durmieron una noche y al amanecer continuaron su camino. Y fue hasta el segundo
crepúsculo que llegaron a un valle profundo cubierto por las sombras de dos
gigantes montañas llamadas las Montañas Gemelas. En medio del valle ya reinaba
la oscuridad, pero una gran cantidad de antorchas se encendían cada vez que se
iban acercando. Al llegar Zyanya le guió al jakal de su familia y encontró a su
padre recostado sobre un catre de sábanas blancas que contrastaba con la piel
cada vez más negra del pobre hombre. Su vida había sido consumida casi por
completo.
Lo tomó de la mano y salieron de la casa, tomaron una
antorcha y se internaron en la espesura. Iba rumbo a la cascada de la
Serpiente. Corrieron rápidamente entre los árboles, sobre ramas y abrumadoras rocas
con formas extrañas y familiares, semejaban cabezas talladas por el perpetuo y
frágil golpeteo de las eternas lluvias. La noche ya había consumido
completamente el cielo sobre nosotros y las estrellas servían de guía mejor que
cualquier mapa.
Llegaron a un pequeño río que fluía entre los altos árboles y
siguieron la corriente, esta desbocaba en una enorme cascada de dos k’aan de
alto, nos desviamos hasta que estuvimos a la mitad de la altura de la cascada,
un gran tronco oculto detrás de las aguas indicaba que existía un camino,
resbalar era morir. Ella fue primero, guiándolo paso a paso con la espalda
pegada a las rocas, una mano se aferraba a la pared y a otra protegía la débil
llama que apenas sobrevivía al salpicadero, frente a ellos el torrente caía
impetuoso. Pasos más adelante llegaron a la entrada de una enorme caverna, la
antorcha se había apagado totalmente. Veían apenas por el reflejo de la luna
sobre la cortina de agua. Zyanya le arrebató la antorcha de las manos y la
lanzó hacia la caída de la cascada y se sentó sobre el suelo húmedo y frío. Él
hizo lo mismo. Esperaron hasta que su respiración se desvanecía en el rugir del
agua. Una luz centelleó en el aire. Otra. Otra. Decenas de luces comenzaron a
iluminar el interior oscuro, disolviendo la negrura, moviéndose por todos lados,
eran cientos de luciérnagas que
habitaban dentro de la entrada oculta a la cueva. Ella se levantó y comenzó a
caminar detrás del rastro de luz que dejaban las luciérnagas adentrándose a lo
desconocido. Las paredes del fondo describían un corredor tallado en la roca
por manos artesanas, contaban historias que no sabía leer, pero que sentía
conservaban gran parte del espíritu de Akbal Siik. El sonido casi había
desaparecido cuando entraron a una gran cámara iluminada por una abertura en la
parte más alta de su techo por donde se filtraba luz pura lunar y un delgado
hilo de agua que bañaba el centro del templo. Los muros estaban cubiertos de imponentes
figuras de guerreros luchando contra extrañas cosas innombrables, arriba, Quetzalcóatl
se deslizaba dividiendo la tierra del
cielo, donde se veía un mapa cósmico diferente al de este mundo. No había
estrellas como esas en el cielo de afuera, tenía que ser de otro lugar. En el
centro una mesa de roca y en su centro la tierra húmeda daba vida a una planta
de la altura de un hombre. Ahí estaba irguiéndose frente a ellos, la ska
pastora, la salvia de los dioses.
Le dijo que aquel era el secreto de su pueblo, la llave y la
puerta a la entrada de la tierra donde habitan los dioses, la Tierra del Sueño
Profundo…
Regresaron a su jacal con unas hojas en las manos,
rápidamente combinó varias hierbas que había traído consigo con el molcajete,
agregó un poco de savia y acercó el fuego. Una llamarada que alcanzó el techo germinó
del molcajete y lentamente se fue apagando. Se sentó frente al catre con la espalda
recta, se colgó el tambor de cuerdas a la espalda junto con el palo arqueado y
respiró el humo que salía de las brazas. Frío azul contagió todo su cuerpo.
Cerró los ojos.
Silencio. Oscuridad. Una luz al otro lado.
Abrió los ojos. Una fuerte corriente de aire lo arrojó
contra unas enormes rocas. El dolor lo absorbió todo por un segundo, se volvió
a levantar y miró el valle en el que se encontraba, era desierto, un cielo
gris y nubarrones rojos sin sol, sin
luna, sin estrellas. Reconoció los enormes rostros tallados en las piedras
regadas sobre la arena, pero estos contagiaban una aterradora sensación de
miedo y perturbación, gritaban con una voz desgarradora y muda y una oscuridad sucia
y repugnante se retorcía en su interior. Tornados negros azotaban las tierras alrededor del
valle mientras un aire nauseabundo vagaba por todo el lugar. Danzaban a los
acordes de una horrible melodía espantosa llena de alaridos.
Todo apestaba a muerte.
Caminó unos pocos pasos más y vio como las dunas cambiaban abruptamente
de forma, parecía que se movían e intentaran liberarse del yugo invisible que
las sometía. El tambor de cuerdas y el palo arqueado estaban cubiertos por la
arena justo donde había despertado, los desenterró sin prisa, colocó entre sus
piernas y con la mano derecha comenzó golpear el tambor, cerraba y abría las
piernas cambiando los sonidos que salían de él, su melodía había sido aprendida
a lo largo de cinco días y cuatro noches gracias a su padre. No podía
equivocarse ni dejar de tocarlo o algo malo sucedería, fue su única
advertencia. El tambor comenzó a soltar el olor del copal. Aumentó su
respiración, se balanceaba de atrás a adelante, de adelante a atrás, entre
labios murmuraba el conjuro, su voz fluía en el viento y otras voces fueron acompañándola
cada vez que seguía tocando el tambor. Los tornados se fueron acercando,
giraban a su alrededor, hipnotizados por su música. Sus manos se detuvieron y
cambió las palabras que gritaba por todavía una menos entendible, difícilmente podían
ser escritas. Los tornados comenzaron a errar sin dirección, chocaban y de su
colisión chorreaba una sustancia verdosa y asquerosa. Lentamente se movían hacia
Iztatezcatl que seguía parado. Pudo darse cuenta de lo que estaban hechos y por
qué parecían sangrar, eran millones de polillas negras que se agitaban en los
vientos borrascosos del torbellino. Un remolino se formaba arriba de su cabeza
y atraía a los demás a su centro, uno de los tornados más pequeños fue devorado
por el remolino de Iztatezcatl y aumentó enormemente su tamaño, absorbía las
polillas de los tornados que se acercaban secándolos. Hasta que sólo quedó un
tornado gris girando sobre Iztatezcatl. Nuevamente comenzó a tocar el tambor de
cuerdas en un ritmo desenfrenado, el silencio lo contrajo todo por un momento.
Alzó la cabeza y abrió su boca. Engullía las fieras corrientes en las profundidades
de su garganta. De la boca de las cabezas gigantes brotaron serpientes de
sombras que reptaron por la arena y subieron por su cuerpo desapareciendo entre
sus dientes. Todo iba perdiéndose en la
oscuridad.
Abrió los ojos. Cogió la antorcha y escupió millones de
polillas negras con puntos blancos, incendiándolas vivas que cayeron
convertidas en cenizas sobre la piel desnuda del padre de Zyanya. Bajó la antorcha y la dejó a un lado, se
acercó al hombre y sopló todo resto de cenizas, dejando la piel con su color
natural. Su rostro recuperaba la salud
que había perdido. Sus facciones se volvían tranquilas y su respiración suave y
rítmica. Izta miró a Zyanya. Sonrió.
Zyanya se lanzó a Izta y lo besó llorando y riendo
alegremente. Su pelo azul parecía resplandecer a la tenue luz de las antorchas,
después corrió a ver a su padre, a acariciarlo dormido, mientras le besaba el
rostro.
Después de eso permaneció en el pueblo hasta que el hombre
recuperó la conciencia en los siguientes días. Había sido maldito mientras
buscaba raíces que crecían dentro de una cueva adentrada en las montañas que
sólo él conocía. Dijo que encontró una pequeña estatuilla de obsidiana de Ek’ Balam
con alas de murciélago y desfigurada de la parte de la cabeza. Poseía varias
cuencas oculares revueltas alrededor del cráneo y tentáculos salían repulsivamente
donde tenía que estar la quijada. El último recuerdo que tiene fue una polilla
saliendo de entre aquellas horribles fauces y que, al posarse sobre su mano,
sintió un horrible mal entrar en su cuerpo. Después cayó desmayado. Lo
encontraron otros aldeanos que también buscaban plantas cerca de la cascada de
la Serpiente, estaba hincado abrazando sus piernas mirando el agua caer en una
parte baja del río. Tenía los ojos en blanco y murmuraba palabras que nunca
habían escuchado en lenguas de estas tierras.
Cuando uno de los ellos le tocó el hombro, su mano apresó su
brazo, estaba frío como si estuviera muerto y le gritó con una voz ancestral
palabras que nadie nunca olvidaría.
Klu Gnaf Cthulhu R’lyeh Kua’ Nag Ftan. Hatheg Kla…
La entrada a las cuevas fue prohibida.
Iztatezcatl tiempo después regresó a su aldea con Zyanya,
tenía la bendición de su padre para unir sus vidas frente a Hunab Ku y Kinich
Ahau. Él le contó la historia y entregó el mapa del Valle Akbal Siik a su
nieto, y este lo hizo a su nieto, perdurando esta tradición a pesar del tiempo,
las enfermedades y al cambio del mundo. Oculto de los iberos, de los asalta
tumbas, de todos.
Es hora de hacerte parte de la tradición Cándido. Ya tienes
la edad que tenía Iztatezcatl cuando inició su viaje y encontró su destino en
aquel valle olvidado. Te entrego el mapa para que tú se lo des a tus nietos y
ellos a sus nietos cuando estos lleguen a la edad fijada para llegar a Akbal
Siik y encuentren su destino. Puede que tú mismo lo utilices en su momento.
Me dispenso por no poder legarte los rituales que utilizó
Iztatezcatl para liberar del mal a las almas humanas, mi padre decidió irse a
la ciudad cuando niño para poder guiarnos hacia delante y nunca logré aprender
nada del viejo oficio de curandero, tu bisha murió pocos meces después de contarme
la leyenda y con él, los antiguos saberes. Espero que encuentres tu propio
camino y uses sabiamente lo que se te ha legado.